La hoguera de las vanidades

La hoguera de las vanidades

sábado, 28 de octubre de 2017

Ferreras y diez más


Es un hecho: La Sexta se encamina hacia un modelo "all news" de programación, huérfano en la televisión privada española desde el cierre de CNN+ en diciembre de 2010.  Su formato para retransmitir -el verbo está elegido con toda intención- actualidad política tiene muchos aspectos discutibles, pero ha funcionado contaminando de paso el modo de proceder de sus competidores. Ahí está TVE cediendo a las presiones y pasando ese contenido a su primer canal, vaciando de todo sentido el 24h, un producto que a día de hoy le diferencia de la oferta privada. 

La crisis catalana ha escenificado el culmen de este formato. Ha supuesto casi un salvavidas para la cadena de Atresmedia, que llegó a pasar algunos apuros cuando el devenir político entró en cierta planicie entre el final de la primavera y el principio del verano. (Tiempos aquellos). Si por algo ha destacado el planteamiento de La Sexta es por la omnipresencia en pantalla de Antonio García Ferreras y, en menor medida, de Ana Pastor. El hecho de que este presentador llegue a asumir el control de especiales de muchísimas horas de duración, con su consiguiente deterioro físico evidenciándose a los ojos del espectador, ha generado una riada de bromas en las redes sociales. Prima en ellas un tono compasivo con el periodista. Éste no puede resultar más desacertado. García Ferreras es su propio jefe, y si acapara el tiempo televisivo en tan desmedidas circunstancias es, ni más ni menos, que porque le da la real gana. 

Lamento ir contracorriente. Pero me está pareciendo una puesta en escena grotesca. El "timing" de los acontecimientos de la crisis catalana parece casi pensado para su reflejo en televisión. No es uno de esos acontecimientos que surgen de modo inesperado y obligan a actuar bajo la improvisación, que es lo que hasta ahora había provocado esas presencias maratonianas bajo el calor de los focos. Permite, por tanto, una correcta planificación de la cobertura, por extensa que ésta sea. Ahí va incluido el lógico refresco de las caras que lleven el peso de la emisión. No creo que La Sexta ande escaso de ellas. (A título ya muy personal, me extraña sobremanera ver a Hilario Pino recorrer el camino inverso del periodismo televisivo, del plató a la calle, cuando me parece uno de los mejores conductores informativos de los que ha gozado el medio). 

Así las cosas, estas emisiones-río de un Ferreras convertido casi en la mosca de su canal deberían ser objeto de un análisis crítico algo más profundo que la palmadita en la espalda por una machada tan innecesaria como contraproducente. (¿Qué quiere ser La Sexta? ¿Un referente de la información televisiva o un espejo para el ego de su máximo responsable?). La constante presencia en plano de este periodista, casi siempre respaldado por Ana Pastor, supone, además, algo más grave: una falta de respeto hacia los demás profesionales de la cadena. 

Más periodismo, claro que sí. Pero con más rostros. 

martes, 12 de septiembre de 2017

En el ojo del huracán

“El rasgo más característico de la televisión es que la gente la ve, de ahí que se llame teleVISIÓN. Y lo que ven, y les gusta ver, son imágenes en movimiento, millones de ellas, de poca duración y dinámica variedad. Va en la naturaleza del medio el deber de esconder lo relacionado con las ideas para acomodarse a las necesidades del interés visual, que es como decir acomodarse al negocio del espectáculo”.
(Neil Postdam, Divertirse hasta morir, Ediciones La Tempestad, Barcelona, 1991)

Andan los periodistas divididos en Twitter a costa del huracán Irma. Pero, ¿cómo? ¿Es que hasta los fenómenos meteorológicos, de consecuencias tan innegables, también se prestan a la controversia? Sí y no. El motivo de la discrepancia está en su cobertura informativa o, por decir mejor, en la puesta en escena que se le da a esta cobertura en el medio televisivo. Almudena Ariza, de TVE, ha despertado, ya desde el anterior huracán Harvey, algún que otro comentario crítico por realizar sus conexiones en directo sumergida en las aguas. Pero la palma se la ha llevado su homólogo en Antena 3 TV, José Ángel Abad, que el pasado fin de semana desafiaba las órdenes de evacuación e informó en directo sobre el terreno, padeciendo, a ojos de los espectadores, todos y cada uno de los rigores del paso del huracán.
La reacción ha sido ambivalente. Los elogios han predominado entre las figuras del periodismo que se han pronunciado. Pero las redes sociales han sido vehículo de otros comentarios que han mostrado duda sobre la utilidad real de la temeridad. La comparación con el periodismo de guerra ha salido a relucir en el debate. La esgrimía, por ejemplo, una de las periodistas más brillantes de su generación, Irene Cacabelos. Me parece un aspecto interesante para la discusión. Es evidente que los periodistas que informan de los conflictos bélicos sobre el terreno se están jugando la vida. A todos nos vienen a la cabeza un buen puñado de nombres que se quedaron por el camino en su búsqueda por informar al público. Pero a la hora de ejercer el periodismo, creo que la comparación entre una guerra y un fenómeno meteorológico no se sostiene demasiado. En la primera, el informador debe luchar contra un muro de opacidad. Su presencia, tan valiente, allí dónde las balas silban al oído aporta un extra que le da acceso a más y mejor información. Hay abundante literatura a este respecto. El periodista de guerra es, y no es ningún tópico, una especie aparte dentro del oficio.
Lo de un huracán es muy diferente. Los institutos meteorológicos disponen de toda la información que el consumidor pueda querer saber. Quedarse impertérrito a modo de “dummy” viviente para que el espectador, repanchingado en su sofá, vea que en efecto lo del fenómeno devastador de turno va en serio, tiene más que ver con la obtención de una imagen poderosa que con la difusión de una información que aporte un algo más. Claro que ésta –la imagen- es indispensable en la televisión. Pero su obtención tiene que realizarse en unas condiciones de seguridad mínima para los profesionales.
No hace falta irse muy lejos para encontrar ejemplos de esta deriva en la información televisiva. En cuanto el termómetro baja de cero grados, es ya costumbre enviar a algún sufrido reportero al punto más frío que se tenga a mano. Desde ahí es condenado a realizar unas conexiones en directo del todo imposibles. Las condiciones climatológicas impiden que el periodista pueda trasladar una información mínimamente comprensible, entre tiritonas y mocos en avanzada fase de congelación cayendo sobre sus rostros. Nadie nos explicó en la facultad cómo sobrevivir a una hipotermia. Los datos son irrelevantes. La gestión de las alertas en caso de frío extremo fluye prácticamente sola. Nada nos va aportar ver a una persona recitarlas a duras penas en mitad de la inclemencia. Nada excepto la imagen, claro. La información, sí, como espectáculo. (“¿Has visto qué frío hace? Ha salido uno en la tele que no podía ni hablar”.) La Sexta, y muy especialmente su vespertino Más vale tarde, ha hecho de esta clase de conexiones casi un género en sí mismo.
Todos somos un poco culpables. Pensamos en la imagen por encima de todo. Es difícil no caer en la tentación: la difusión que ahora mismo puede conseguir una foto de impacto o un vídeo corto y estremecedor, hubiese resultado inimaginable hace sólo unos años. A casi todos los periodistas nos pierde un poco el ego. Pero conviene pararse a reflexionar un poco. Establecer unos límites. Fíjense en el título del libro que se cita al principio. No se trata de convertirlo en realidad.