La hoguera de las vanidades

La hoguera de las vanidades

martes, 12 de septiembre de 2017

En el ojo del huracán

“El rasgo más característico de la televisión es que la gente la ve, de ahí que se llame teleVISIÓN. Y lo que ven, y les gusta ver, son imágenes en movimiento, millones de ellas, de poca duración y dinámica variedad. Va en la naturaleza del medio el deber de esconder lo relacionado con las ideas para acomodarse a las necesidades del interés visual, que es como decir acomodarse al negocio del espectáculo”.
(Neil Postdam, Divertirse hasta morir, Ediciones La Tempestad, Barcelona, 1991)

Andan los periodistas divididos en Twitter a costa del huracán Irma. Pero, ¿cómo? ¿Es que hasta los fenómenos meteorológicos, de consecuencias tan innegables, también se prestan a la controversia? Sí y no. El motivo de la discrepancia está en su cobertura informativa o, por decir mejor, en la puesta en escena que se le da a esta cobertura en el medio televisivo. Almudena Ariza, de TVE, ha despertado, ya desde el anterior huracán Harvey, algún que otro comentario crítico por realizar sus conexiones en directo sumergida en las aguas. Pero la palma se la ha llevado su homólogo en Antena 3 TV, José Ángel Abad, que el pasado fin de semana desafiaba las órdenes de evacuación e informó en directo sobre el terreno, padeciendo, a ojos de los espectadores, todos y cada uno de los rigores del paso del huracán.
La reacción ha sido ambivalente. Los elogios han predominado entre las figuras del periodismo que se han pronunciado. Pero las redes sociales han sido vehículo de otros comentarios que han mostrado duda sobre la utilidad real de la temeridad. La comparación con el periodismo de guerra ha salido a relucir en el debate. La esgrimía, por ejemplo, una de las periodistas más brillantes de su generación, Irene Cacabelos. Me parece un aspecto interesante para la discusión. Es evidente que los periodistas que informan de los conflictos bélicos sobre el terreno se están jugando la vida. A todos nos vienen a la cabeza un buen puñado de nombres que se quedaron por el camino en su búsqueda por informar al público. Pero a la hora de ejercer el periodismo, creo que la comparación entre una guerra y un fenómeno meteorológico no se sostiene demasiado. En la primera, el informador debe luchar contra un muro de opacidad. Su presencia, tan valiente, allí dónde las balas silban al oído aporta un extra que le da acceso a más y mejor información. Hay abundante literatura a este respecto. El periodista de guerra es, y no es ningún tópico, una especie aparte dentro del oficio.
Lo de un huracán es muy diferente. Los institutos meteorológicos disponen de toda la información que el consumidor pueda querer saber. Quedarse impertérrito a modo de “dummy” viviente para que el espectador, repanchingado en su sofá, vea que en efecto lo del fenómeno devastador de turno va en serio, tiene más que ver con la obtención de una imagen poderosa que con la difusión de una información que aporte un algo más. Claro que ésta –la imagen- es indispensable en la televisión. Pero su obtención tiene que realizarse en unas condiciones de seguridad mínima para los profesionales.
No hace falta irse muy lejos para encontrar ejemplos de esta deriva en la información televisiva. En cuanto el termómetro baja de cero grados, es ya costumbre enviar a algún sufrido reportero al punto más frío que se tenga a mano. Desde ahí es condenado a realizar unas conexiones en directo del todo imposibles. Las condiciones climatológicas impiden que el periodista pueda trasladar una información mínimamente comprensible, entre tiritonas y mocos en avanzada fase de congelación cayendo sobre sus rostros. Nadie nos explicó en la facultad cómo sobrevivir a una hipotermia. Los datos son irrelevantes. La gestión de las alertas en caso de frío extremo fluye prácticamente sola. Nada nos va aportar ver a una persona recitarlas a duras penas en mitad de la inclemencia. Nada excepto la imagen, claro. La información, sí, como espectáculo. (“¿Has visto qué frío hace? Ha salido uno en la tele que no podía ni hablar”.) La Sexta, y muy especialmente su vespertino Más vale tarde, ha hecho de esta clase de conexiones casi un género en sí mismo.
Todos somos un poco culpables. Pensamos en la imagen por encima de todo. Es difícil no caer en la tentación: la difusión que ahora mismo puede conseguir una foto de impacto o un vídeo corto y estremecedor, hubiese resultado inimaginable hace sólo unos años. A casi todos los periodistas nos pierde un poco el ego. Pero conviene pararse a reflexionar un poco. Establecer unos límites. Fíjense en el título del libro que se cita al principio. No se trata de convertirlo en realidad.